Ximena Velosa: Rito de iniciación

Ximena Velosa: Rito de iniciación

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Ya era una mujer madura cuando oí hablar por primera vez de los ritos de iniciación y me resultaba natural pensarlos como una entrada a la vida adulta. Me acompañaba la duda de si efectivamente era o no una mujer madura, lo cierto es que estaba ya bien entradita en años.

A la edad de 15 me acogí a lo que después entendería como mi primer rito de iniciación. Pensé que hacerme un tatuaje me haría adulta y diferente de las chicas que se iniciaban en la adultez a través del sexo, o al menos así lo entendía yo. Lo que no sabía entonces era que lo que estaba tatuándome carecía por completo de sentido, pero hacerlo en la zona lumbar, casi en el sacro, era catalogarme como la mujer que tendría una vida erótica de actriz porno. Un tatuaje en la zona lumbar en las mujeres tiene esa connotación. Y así fue como me fui a estamparme una marca indeleble casi en el culo, a los 15 años.

Cursaba el cuarto grado de secundaria y compartía a diario el salón de clase con 37 niñas, cada una con su propia experiencia. A unas les crecía el pecho y el culo como si no hubiera un mañana y otras tenían un único interés en la vida, copular. Hacían demasiado ruido y sus vidas eran un poco más complejas, pero ellas no parecían interesadas en ello. Se agrupaban la mayoría de las veces por sus semejanzas fisiológicas, supongo que como parte de un código tribal, de modo que las bajitas se juntaban de a 3 con las bajitas y caminaban cogidas de gancho por los codos obstaculizando los pasillos; las altas, que eran pocas, intercalaban sus zancadas de a 4; las gordas grandes con las gordas grandes, que parecían señoras y tenían nombres de señora y cabellos muy largos. También había unas que cerraban su círculo cercano porque venían de la misma ciudad de la llanura, que no congeniaban con el clima y el temperamento de la sabana en una ciudad grande donde nadie conoce a nadie, pero cualquiera se considera mejor que el resto del mundo. Y estaban las juiciosas, las músico, las deportistas, las que usaban gafas y las que querían ser hombre.

Surgió en el cuarto grado una última categoría de asociación, las que buscaban convicciones políticas, de modo que sin saber nada de nada asistían a reuniones anacrónicas de adoctrinamiento comunista preparatorio para una futura militancia en el partido, pocas llegaron así de lejos. Y había también un grupo de chicas que no se ajustaba a ningún grupo y siempre rotaban de uno en otro buscando un criterio que les permitiera pertenecer a alguna tribu pequeña para sentirse a salvo del ostracismo. Yo era una de esas.

Las enanas eran aburridas, no parecían señoras, parecían viejitas, siempre encorvadas chismorreando y haciendo bolas con los nudillos como si estuvieran tramando algo. Las altas parecían ser las más experimentadas, eran las más académicas, las que más se dejaban ver, tenían novios y siempre querían estar en contra de lo que decían las instituciones, sabotear la misa, las izadas de bandera o las elecciones de personera estudiantil. Promover el voto en blanco había sido su gran logro. Las señoras eran señoras, no pude entablar conversación alguna con ellas, sentía como si quisiera hablar con la tía Inés, éramos mutuamente excluyentes.

Cada acercamiento a un grupo requería un rito de iniciación. Intenté con las llaneras advenedizas, eran divertidas y despreocupadas, seguras de sí mismas y todas tenían novio. Llevar la amistad fuera de las instalaciones del colegio requirió un rito: visitar tiendas de ropa, probarse todas las prendas y no comprar. Yo no podía unirme a tal práctica, la ropa no me gustaba, los centros comerciales no me gustaban y como no podía comprar nada con mi sueldo de estudiante, me resultaba absurdo aquel ritual. Opté por asumir el papel del macho que cuida las carteras y las bolsas sentada en un rincón mientras las damas desorganizan todo el almacén. Las tiendas de ropa para mujeres tienen grandes sillones para suplir las necesidades de aquella práctica.

Abandoné toda pretensión de pertenencia y me fui a militar a las juventudes comunistas. Fui a mi primera reunión de adoctrinamiento donde tuve que firmar una planilla y mentir sobre mi lugar de residencia, que quedaba en un barrio costoso porque mi mamá se había conseguido su nuevo novio con quien vivíamos en ese momento y que era jefe de contratos de la empresa petrolera nacional. Pase casi dos horas en una buseta vieja para llegar a al sitio de la reunión, en una edificación viejísima que era de la agremiación de educadores de secundaria y que me hacía sentir que estaba en La noche de los lápices, la película argentina que habla de los secuestros y asesinatos que durante la dictadura se cometieron contra estudiantes de secundaria. En esa reunión se discutió si habría pedrea o no en la próxima marcha de colegios públicos. La situación fue por completo ridícula, no había nada que me hiciera pertenecer a aquella tribu, al menos eso creí yo, hasta que logré entender que estaba allí por invitación porque hacía parte de “las niñas de El Siervas”, o sea, las niñas de colegio privado que eran susceptibles de ser seducidas por tipos más grandes que luchaban por la causa de tirar piedras en una marcha, se llamaban por sus apellidos y tomaban cerveza.

La segunda reunión se dio en el congreso nacional de estudiantes de secundaria. La agremiación pagó hospedajes para los foráneos en moteles horrendos del centro de la ciudad y yo que no fui a ninguna conferencia ahora dudo si realmente hubo algún congreso, pero lo cierto es que sí estuve en uno de esos horrendos moteles de luz tenue y tapetes rojos raídos y apestosos del que salí arrastrada de las greñas por mi madre y su novio petrolero en un carro costoso y llena de parásitos que mi piel de niña burguesa de colegio de señoritas no pudo soportar, como no pudo soportar el escarnio familiar por semejante ridiculez que me costó una sarna difícil de erradicar.

Así pues, tampoco hice parte de esa tribu. Poco a poco fui agotando las posibilidades de hacer parte de algo y me aferré a mi incapacidad para el gregarismo como un rasgo fundamental de mi identidad, pero el ostracismo no tiene rito de iniciacion, no es posible ser expulsado de algo cuando tú mismo te has largado por voluntad propia, de modo que tuve que hacer algo que significara que les daba la espalada a todas esas ex señoritas sectarias, que solo pensaban en señoritos bobos que se llamaban Kevin y eran igualmente sectarios, mientras yo seguía sin saber qué era un beso o qué era el sexo, o lo que es lo mismo, mientras yo seguía siendo una señorita a la que no le crecían los pechos y que veía dibujos animados japoneses en los que los superhéroes eran moralmente ambiguos y se rompían la cara hasta la madre, pero no sabía nada de ser grande.

Mi mamá, que ya se había dado cuenta de que mis habilidades sociales eran escasas, había conspirado con su hermana para que yo pasara más tiempo con mi primo, así conocería personas de mi edad y tendría algunos amigos. Y sucedió que en su fiestecita de cumpleaños, donde por supuesto no quería estar porque ya en ese entonces el ruido me producía ataques de ira, un chico mayor que yo me rescató de ese lugar, me llevó a lo oscurito, me puso su chaqueta encima para protegerme del ruido y antes de mi huida fue capaz de estamparme un beso en la boca. Mis piernas flaquearon y perdí la razón. A partir de aquel momento no pude dejar de pensar en él, en su beso, en la sensación que me produjo en el estómago y en las piernas, en si volvería a verlo, pero, sobre todo, en que un hombre, porque él ya era mayor de edad, me había besado.

Y sí volví a verlo y nos hicimos novios. Y como no pude dejar de pensar en él, tampoco pude dejar de oír cualquier exabrupto de su parte como una verdad universal. Como cuando dijo que un tatuaje en la zona lumbar era una idea excelente que yo podría poner en práctica. Así sin más vi la luz y entendí cuál sería mi rito de iniciación, así entendí cómo haría mi propia tribu de una sola persona a fuerza de hacer algo que ninguna había hecho hasta ese momento, desafiando las buenas costumbres de señoritas de colegio privado católico.

Ahorré durante meses mi sueldo de estudiante y fui a un cuchitril de mal gusto donde hacían cortes de cabello en el primer piso y tatuajes en el segundo. Fui con mi novio, quien no podía creer lo que estaba haciendo. Elegí un diseño que yo misma ajusté a las formas de mi cuerpo y así mismo me estampé un tribal de mal gusto que indicaba la ruta directa hacia mi culo. Y fue así cómo me gané la distinción de ser la más temeraria y no volví a sentir miedo al ostracismo.

Unos años después, cuando ya nada importaba hacer parte de algún grupo, comprendí que ese primer beso me lo había dado un delincuente. Era el hijo de un amanuense de una notaría en el sur de la capital, a quien había robado documentos para tramitación de cédulas para vender cédulas falsas a menores de edad para que pudieran entrar a los bares y por lo que ya había estado en prisión. Lo supe porque fue visitarme a mi casa a buscar redención con su confesión, lo que él no sabía es que la razón por la que su confesión me pareció muy divertida y no humillante, como sería la respuesta natural, fue porque otro exnovio, por esos mismos días, ya había hecho el mismo ritual de confesión, porque lo cogieron de mula en un viaje a Italia. Habían nacido el mismo día, una extraña coincidencia.

La cuestión es que yo ya tenía mi tribal estampado en el culo, a gusto de un delincuente, que me condenaría por el resto de mis días a la imaginación depravada de cualquiera que quisiera seguir la ruta que señalaba lo que había dentro de mis calzones, como una insinuación obscena de la que no era consciente, dado que olvidaba que llevaba aquel tatuaje con el que me inauguré no solo de paria, sino de potencial actriz porno.

Al final, casi sin proponermelo, le rendí tributo a aque ritual por el resto de mis días, cuando finalmente conocí el sexo y lo disfruté violentamente, como si de una película se tratara.