Refugio inesperado

Refugio inesperado

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Recién llegué a una nueva jungla de concreto. Ya había habitado en varias, pero esta vez venía armada con un título universitario y el dominio del idioma, y también con mi típica ingenuidad que no me deja sola y es casi cómica. Mi primer trabajo en esta nueva ciudad fue de gran responsabilidad, en una empresa de egos caóticos que solo tenían la función de pausar la productividad. Entre aprender a manejar la cafetera y descifrar los jeroglíficos que mi jefe llamaba "instrucciones", me encontré navegando por un mar de absurdos que desafiaban toda lógica.

Un día, tras una reunión particularmente desastrosa, sentí que mi dignidad se desmoronaba. Mis lágrimas amenazaban con hacer un debut público, y para evitar esto me lancé a las calles en busca de un rincón para desahogarme. En el edificio de al lado había mucha gente. Una señora muy amablemente me tomó del brazo y me daba un discurso de cómo debía ser fuerte, mientras me entraba a ese edificio. Una vez allí me ofrecieron unas galletas y té. Ella me presentó a otra señora, a quien le intenté explicar que yo no tendría que estar ahí y que tenía que volver a mi trabajo. Ella me dijo que ella también, pero que debíamos tomarnos un tiempo para asumir la pérdida. En ese momento miré a mi alrededor y vi que estaba en el funeral de una señora llamada Gertraud. Agradecí e iba de salida, cuando la primera señora me tomó del brazo de nuevo y me pidió disculpas por ser tan fría, me dijo que era parte de su cultura, pero que podía llorar tranquilamente y desahogarme. Y como si hubiera sido una orden, así fue. Me puse a llorar ahí, de pie, frente a esa señora, en el funeral de alguien a quien no conocí. Una vez me calmé, se acercó un señor y me preguntó que si era latina. Le respondí que sí. Me dijo que él también. Me llevó a una mesa donde había café, té y agua. Tomé un café en silencio, el cual me calmó aún más. Le di las gracias y me fui. Me fui tranquila y contenta.

Volví a la oficina renovada. De hecho, ni se notaba que había llorado. Estuve de buen ánimo el resto del día, con la capacidad de ver todo desde otra perspectiva, todo era más sencillo y nada era tan serio, todo tenía solución. Pensaba en Gertraud y las señoras, su amabilidad. Y el buen café del señor latino.

Poco a poco fui tomando más confianza en la oficina, y conociendo más gente. Era muy difícil integrarse, hasta que conocí a Marcelo, otro latino, de gran corazón y muy competente. En él hallé identificación: se sentía tal y como yo. Sentíamos que nadábamos en un mar de antipatía, donde solo queríamos tener un ambiente laboral, trabajar, aprender, y sentirnos bien. Comenzamos a tener días mejores. Pero cuando había un día malo, era un sentimiento peor. Sin embargo, yo tenía unas reactivaciones mágicas, como decía él, que nos llenaba de esperanza. Claro, es que cada vez que me sentía mal, salía corriendo al edificio de al lado.

Este lugar se convirtió en mi secreto, mi santuario personal. Pero también sentía que estaba haciendo algo incorrecto, al buscar consuelo donde había un gran dolor, una gran pérdida. Sin embargo, esas dosis de amabilidad, ese lugar donde podía llorar sin ser observada, juzgada, criticada, sin preguntas, y además consolada, con la compañía de un buen café, un té, y unas galletas. Era un regalo algo inapropiado, tal vez impertinente, que no quería desaprovechar. A veces me encontraba al señor latino, quien ya me miraba con sospecha, pero no me decía nada: solo me saludaba y me llevaba a la mesa del café.

Un día Marcelo estaba enfrentando su propia tormenta personal y, además, tuvo un disgusto con su jefe. Se sentía muy desmotivado y no sabía si quería renunciar o no. El trabajo era una buena oportunidad, pero le parecía innecesario sentirse tan disconforme. Y me dijo que quisiera poder tener esa perspectiva positiva que yo tenía en los momentos de crisis. Me sentí culpable, por mi secreto, y porque él no solo era un gran profesional, sino mi amigo. Entonces le pedí que me acompañara a hacer una pausa. De camino hacia afuera, le dije que estaba bien llorar. Me miró confundido, mientras lo empujaba para que entrara en la funeraria.

Con una risa nerviosa me dijo que estaba loca, que qué hacíamos ahí. Yo no supe cómo explicarle en voz baja, hasta que se acercó un viejito y le preguntó que si era un nieto de Karl. Yo le respondí que no, pero que lo apreciaba. El viejito dijo que habían sido buenos colegas y se puso muy triste. Yo le di un codazo a Marcelo para que se acercara al viejito, quien al verse atendido por Marcelo comenzó a llorar y, de alguna forma, Marcelo también.

Luego de un momento nos sentimos incómodos y le ofrecí al viejito un té, y me llevé a Marcelo conmigo. Le serví un té a él y al viejito. Marcelo se sonreía mientras se limpiaba. Le llevé el té al viejito y salimos rápidamente de ahí con Marcelo de regreso al trabajo. Una hora después, Marcelo me escribió que había hablado con el jefe, porque quería evitar malos entendidos y mejorar su trabajo, y que tendrían una reunión mañana, y que se sentía optimista, menos dramático. Yo le respondí: sí, una reactivación mágica.

Nuestra vida laboral fue mejorando, pero cada vez que nos sentíamos abrumados, ya fuera el trabajo, lo personal o el mismo mundo, nos íbamos a una pausa "reactivadora mágica". Juntos, por un momento, formamos un dúo de almas refugiadas en el lugar menos pensado. Cuando hablábamos de ello, decíamos que no estaba bien, pero encontrábamos excusas para no sentirnos culpables. Nuestro "moral hazard" se convirtió en una rutina. Y así, crisis tras crisis, la funeraria era nuestro punto de encuentro con la paz.

Hasta que un día, mientras nos preparábamos para nuestra ceremonia de té y lágrimas, el señor latino de los tintos nos confrontó. Con el corazón en la garganta, pensamos que nuestro refugio estaba por desvanecerse. Nos preguntó que en qué trabajábamos y que necesitaba saber la verdad de nuestras visitas constantes, que de mentir, llamaría a la policía, puesto que nuestra actividad allí no era normal. Le explicamos, yo le di mi tarjeta y le dije que podía pasar a la oficina a comprobar. Y que yo había llevado a Marcelo. Y que sentíamos vergüenza de nuestras visitas impertinentes y abusivas, pero que en realidad nos hacían bien.

Con una gentileza en su mirada, nos dijo que nos entendía. Nos dijo que la sensación de amparo no era un deseo humano en casos extremos, duros, tristes, sino una necesidad que ayuda a buscar fortaleza en el día a día, y como inmigrantes era normal que tuviéramos una tendencia a sentirnos a veces un poco perdidos. Nos pidió llevar café, té y galletas de vez en cuando. Con una buena sonrisa se depidió y se fue.

Marcelo y yo cumplimos, además de llevar algunas plantas. Pero poco a poco comenzamos a ir menos. A veces solo nos hacíamos en la entrada para saludar al señor desde afuera.

Marcelo y yo, con la sabiduría adquirida en nuestra funeraria favorita, comenzamos a llevar galletas y plantas y adornos a la oficina. Dejamos de tomarnos los problemas laborales tan trascendentalmente y a ver más lo que sí nos gustaba y los pequeños logros del día a día. De alguna forma, nos convertimos en los arquitectos de un cambio que, aunque pequeño, era profundamente significativo. Y ahora nuestro refugio es nuestra amistad, que aún existe, aunque ya no trabajemos más juntos.