Fracasiones

Fracasiones

Created: | Updated:

Ximena Amado. Diciembre 2, 2024

Hay muchas cosas que se extrañan cuando estás lejos. Un caso especial para mí es la simpleza de los domingos en familia, esos días en que el ajiaco de mamá sabía más rico que nunca, papá llegaba con el aguacate perfecto, y con mis tres hermanas nos partíamos de la risa viendo una película cualquiera, o un video de Les Luthiers. Era un ritual tan modesto como perfecto: reírnos de la trama, quejarnos de los efectos especiales o, a veces, quedarnos dormidos en el sofá. Ahora, después de tantos años lejos, esos momentos se han convertido en nostalgia. Por eso, cuando planeamos este viaje familiar a México, pensé en que esos días juntos serían ese domingo llevado a otro escenario. También por eso no sé en qué momento se transformó en una pesadilla logística.

La playa debería ser el clímax perfecto de unas vacaciones. En cambio, aquí estoy, con los pies empapados, el agua hasta los tobillos, con arena húmeda hasta en las orejas, y me veo tratando de buscar un lugar seco para que mis papás y mis sobrinos puedan sentarse. El restaurante es un lugar costoso y mal armado, como todos en Tulum, y nos rodea la tormenta perfecta, después de un día de sol: nubes, agua y malhumor. Y no me refiero solo al clima. Mis hermanas no se hablan; Juli y Caro han seguido discutiendo por el episodio del cuarto, Nata ha estado a mil revoluciones porque los niños no paran, y yo, en medio del caos, me doy cuenta de que he perdido el hilo del sueño: este es el momento en el que, normalmente, estaríamos riendo y jugando bajo la lluvia. Pero en lugar de eso, me descubro congelada, frustrada, agotada.

Primero pienso que el problema es que lo planeé todo mal. Y cuando planeas, te toca responder. Así que, mientras trato de secar a Emilio y Agustín con una servilleta inútil, la voz de Nata retumba detrás de mí porque los meseros no ayudan a encontrar un sitio seco para los niños. Juliana murmura algo a mamá con seriedad; Caro pone los ojos en blanco y suelta su: “Mercurio retrógrado”. Estoy al borde del colapso. Papá le da una palmada en la espalda a Roli, mi pareja, y bromea sobre cómo la tormenta les refrescó la piel. Roli ríe; nada le afecta. Quiero ser como él, pero en este momento soy su opuesto: todo lo juzgo, nada lo soluciono.

Luego pienso que el problema no es solo la tormenta ni las quejas. Es que llevo días esperando un momento mágico que no llega. He intentado reunirlos para una comida tranquila, como en Bogotá. Pero siempre falta alguien, o alguien está molesto, o algo molesta. El ajiaco de mamá y la risa fácil se han vuelto imposibles de reproducir. Ahora me pregunto si es por culpa de México, de mis hermanas o de mí misma.

Juli tiene el poder de hacerse engorrosa la vida con elegancia. Su dominio no necesita gritos ni gestos exagerados; lo ejerce con calma, con el aval instintivo de mamá. Quiere ser descomplicada pero siempre encuentra algo que no está “del todo bien”: el servicio lento, la mesa mal ubicada, el plato que podría ser mejor. Todo lo expresa en susurros estratégicos, pero lo suficientemente audibles para que alguien (Caro, generalmente) sienta un pinchazo. En contraste, suele también expresarse en un tono regañón, el cual a menudo la quiero interrumpir con un aplauso seco: basta. Caro es la voz al otro lado del ring, la rebelión. Si Juliana es control diplomático, Caro es fuego directo. “¡Siempre me toca lo peor!”, es su mantra y, con toda franqueza, suele tener razón. Pero eso no le impide reclamar con palabras más expresivas de lo necesario, lo cual distrae el contenido de su alegato. Caro no quiere cualquier restaurante; ella quiere un lugar tipo guía Michelin. A pesar de su tono dominante, hay algo en su energía que me resulta contagioso. Suelo encontrarme riendo a su lado, aunque sea a regañadientes, porque tiene una manera de hablarme que me atrapa y me arrastra.

Nata, por su parte, es una fuerza de la naturaleza, y su contraste es ser la princesa del hogar. No se puede discutir con ella, porque cualquier desacuerdo se convierte en un campo minado, aunque sorprende también con minas de dulce. Es la mamá abrumada por definición, atrapada entre el deseo de controlar todo y la imposibilidad de hacerlo. Emilio y Agustín, por supuesto, son pequeños ciclones que desarman sus planes, y cuando la veo suspirar al borde del agotamiento, entiendo que es una trabajo muy difícil. Pero también siento algo de frustración, siento que no puede disfrutar de muchas cosas. “Por favor, compórtense, no quiero que la mamá sé enfade”, suelo repetir, porque si no lo hacen, nos regañarán a todos. Sí, a todos. En ese momento, me siento menos su tía y más como una de ellos: una niña más que espera no meter la pata.

Y luego estoy yo, la hermana menor, perdida entre las nubes. Me doy cuenta de que mi inmadurez no ayuda mucho; vivo esperando un momento mágico que solucione todo, pero no hago nada para propiciarlo, me falta entendimiento y, sí, empatía. Me río cuando no debería, juzgo a todos en mi cabeza alemanizada, y sigo confiando en que, de alguna manera, todos terminaremos abrazados y felices bajo esta tormenta.

Entre todo esto, Marc, Roli, y mis papás son una dosis de cala. Y los niños son una chispa de ternura. Emilio chapoteaba bajo la lluvia mientras Agustín canta algo ininteligible, ambos con esa capacidad infantil de encontrar diversión donde los adultos solo vemos problemas. Y es ahí, mientras los miro, que algo en mí comienza a disputar. ¿Es esto el amor familiar? ¿El caos, los malentendidos? ¿Dónde están aquellas risas que surgen entre las grietas?

La pareja de la mesa de al lado me saca de mis pensamientos. Ella le ofrece su silla a mis sobrinos con una sonrisa, y luego se sienta en las piernas de él, riendo como si la tormenta fuera solo un pretexto para divertirse más. Su gesto me desarma, y me pregunto por qué simplemente no me estoy divirtiendo. Siento que me cae un chapuzón, pero no es de lluvia. Sé que nada tiene que ser perfecto y que estoy buscando la armonía en el lugar equivocado.

Observo a mamá, a papá, a mis hermanas, a los sobrinos, a mi cunado y a Roli. Veo la velocidad en la que cada uno vive: Juliana lenta pero segura, Nata al borde del colapso pero protegiendo, Caro desbordando energía pero meditando, Roli y Marc con su calma inalterable. Papá y mamá, ahí de pie, hacen lo que saben con nosotras: darnos amor, a pesar de tantas rabietas. Y luego estoy yo, atrapada entre todas las velocidades, queriendo controlarlo todo sin tener la fuerza ni la claridad para hacerlo.

Entonces lo entiendo. Esta tormenta, este desastre, es mi ajiaco. Es mi película de domingo. Nunca será como antes porque nunca puede serlo. Todos cambiamos, pero yo me fui, y cambié más. Pero aquí estamos. Vivimos, estamos juntos. Y eso debe ser suficiente, de hecho lo es. Ahora miro a Emilio y lo intento secar. Viene papá, me llama para mostrarme una foto que sacó con su celular de los dos. Y por primera vez en días, siento que si bien no fue esta vez, todavía podemos tener más paseos, más peleas. No hubo foto perfecta ni almuerzo ideal. Puede que no vuelva a haber, pero prefiero repetir e intentar.