Orejas de asno de oro

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10 de junio de 2025

¿Te has fijado en dos tipos que andan por ahí haciendo ruido mediático? Se llaman Donald y Elon. Pero esta vez no es por las fortunas que amontonan, sino por la tragicomedia griega que protagonizan en tiempo real. Ves sus nombres y piensas en torres de oro y cohetes que quieren llegar al Olimpo. Ambos nacieron entre algodones dorados y desde pequeños la ambición les bailaba en la sangre. Por eso, cada idea, cada disparate que tocan, boom: pareciera que se vuelve oro. Vamos, que con todas las oportunidades y privilegios que han tenido y esa hambre de poder, claro que han tenido grandes aciertos.

Como el viejo Midas, aquel que convirtió todo en oro por culpa de su codicia, Donald y Elon también padecen de ese "don". Donald, con esa boca de trueno, convierte cada escándalo en un acto de campaña. Elon, con su mirada de otro planeta, convierte sus delirios en inversiones. Y siempre facturan, siempre ganan. Pero, como a Midas, nada de eso los alimenta, porque su hambre es otra: poder, veneración, control. Aplauden tiranos y coquetean con ideas infames. Han creado sus propios medios para que nadie los contradiga y tan arrogantes son que ni siquiera comparten esto. Tienen fieles y los alimentan a punta de posverdad. Y cuando alguien les contradice, el oro se vuelve plomo y los pueblos pagan la factura.

Se pelean como niños por un juguete, cuando ya tienen todo el arenero. Nada es suficiente, porque necesitan que todos los aplaudan, todo el tiempo: ansían ser adorados. Pero el brillo de su riqueza evidencia la podredumbre de sus almas, porque empobrecen a los demás en todos los aspectos con cada decisión que toman.

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¿Y cómo pasaron de darse apoyo a enviarse dardos? Elon, al principio, le sonreía a Donald como el cortesano al rey. Se metió al consejo, se tomó la foto. Pero cuando Trump pateó los acuerdos climáticos, a Elon se le torció el gesto. Luego, Trump fue expulsado de las redes sociales y, Elon, paladín de la libertad, protestó hasta que compró el circo completo.

Le devolvió el megáfono a Trump, pero este ya tenía el propio. No quería deberle el eco a nadie. Luego unieron fuerzas, desparramaron frases de amor entre ellos mientras llenaban juntos de odio el mundo. Se idolatraron públicamente, hasta que la primera contradicción los puso no es discusión, como adultos responsables de grandes economías mundiales, sino en berrinches mediáticos. Sus mensajes no son de liras y flautas como en el juicio de Pan y Apolo, sino tuits venenosos y transmisiones pedantes y penosas. Donald, que se cree Apolo de la opinión, no tolera que Elon desafine en su teatro. Elon, queriendo tocar su propia música, también peca de arrogancia. Pero aquí no hay monte Tmolo para juzgar con sabiduría. Solo hay un eco interminable de seguidores que aplauden cualquier ruido. Bramaron: ingrato, sin mí no sería presidente, vamos a quitarle el apoyo, hora de soltar la gran bomba. La verdad, nada que no supiéramos. Y en medio de ese fuego cruzado, otro tuiteó: "World War Douche ha comenzado." El comentario se volvió viral en segundos y, como en los cantos antiguos, el coro popular se alzó no para mediar, sino para multiplicar la ofensa.

No hay lira ni sabiduría en sus palabras. Solo gritos revestidos de oro. Y un ejército de oídos dispuestos a convertir cada berrinche en dogma. Como Midas, ambos rechazan la armonía por el estruendo. Y, como a Midas, les crecen orejas de asno, pero en este siglo, las lucen con orgullo, como su corona, porque las orejas no avergüenzan cuando son de oro. La multitud los sigue, hipnotizada por su brillo, creyendo que cada rebuzno es revelación.

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Y lo más triste: Midas, al menos, se arrepintió. Fue al río Pactolo a lavar su maldición. Estos no. Estos se creen intocables. Elon pide disculpas no por convicción sino por estrategia. Trump acepta, porque sigue escribiendo su propio evangelio. Ninguno baja al río. Ninguno siente la necesidad de lavar nada.

Siguen creyendo que sus orejas no son deformidad sino mérito. Que el oro que exudan los redime. Que quien los critica es necio. Pero las cañas, como en la leyenda, siempre acaban murmurando. Y el secreto, por más que lo entierren, brota. La verdad siempre se cuela, incluso entre las grietas del oro.

Y así seguimos, viendo cómo dos hombres, creídos dioses, juegan a destruir lo que no comprenden. Y el mundo, atrapado entre su soberbia y cierto silencio, se oxida.

Algunas preguntas quedan flotando en el aire, como una nube de chisme que no se disipa: ¿Quién es peor? ¿Ellos, los reyes con orejas de asno que se creen de oro? ¿O nosotros, la gente que, a veces, cegada por el brillo y el ruido, los seguimos como corderos, creyendo que el rebuzno es una melodía divina? ¿O los que normalizamos los fiascos, los insultos a la humanidad, a nuestra inteligencia, a nuestro planeta? ¿Merecemos todos orejas de burro?

Pero escucha bien este susurro, que es como el viento entre las cañas, como las cañas de la antigua Frigia, que revelaron el secreto de las orejas de Midas, la verdad, la cual por mucho que la quieran tapar, siempre, siempre encuentra su camino. A pesar del ruido ensordecedor, a pesar de los gritos y las afirmaciones arrogantes, la verdad tiene una forma curiosa de emerger, de colarse por las grietas, impulsada por la brisa de la razón. Y quizás, solo quizás, ojalá pronto, esas orejas de asno sean vistas por todos como lo que son, y el oro vacío se desvanezca, revelando que la humanidad no se vende.

Nota de la autora:

El asno, noble criatura injustamente cargada de metáforas humanas, ha sido utilizado desde los días de Virgilio como símbolo de torpeza o brutalidad. En esta historia he seguido esa tradición por razones narrativas, no por justicia zoológica. Aclaro que los asnos reales —a diferencia de ciertos personajes contemporáneos con orejas de oro y alma de cartón— son animales inteligentes, pacientes, solidarios y resistentes. Nunca han fundado redes sociales para desinformar ni han destruido democracias montados en cohetes o corbatas rojas. Jamás han aplastado pueblos. Hanmás que ayudado al humano, han sufrido de abusos de parte de este. Así que si alguien debe sentirse ofendido en este relato, que no sean los asnos ni los burros.