¿De qué me iba a quejar?

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Por Ximena Amado

20.05.2025

Referencia: Las metamorfosis de Ovidio. Libro X “Orfeo y Eurídice” y XI “Muerte de Orfeo”.

Orfea, la Fea, apodo nacido de la envidia, pues era hermosa y talentosa, era célebre no solo por lo que mostraba a los ojos, sino, aún más, por lo que revelaba a los oídos, por los sonidos que producía y su voy, uy, su voz. Eso a ella no le importaba, ni su apodo ni su fama, porque no pensaba en la gente ni en las palabras, ni en nada que no estuviese relacionado con la música que ocupaba su mente, sus días y su corazón.

Uri, del reino de la armonía, era el rey de la simpatía, y con ello manejaba la burocracia sin cobardía. Admirador de las artes, las cuales nunca pudo ejecutar, trabajaba sin pausa y sin estrés para hacer de la vida de sus musas una rutina fácil para que pudieran crear. Así se conocieron Orfea y Uri, ella creando y él gestionando. Ella inspirándolo, y él arreglando el camino para que ella pudiera sonar. Juntos fueron la melodía que en una jungla de cemento empezaba a brotar, un amor sin alardes, pero que no dejaba de sonar. Uri, sin batuta, sin partitura oficial, ejecutó al fin un arte: el de amar. Y Orfea llenó su vida con ese ritmo y con ese son. Orfea se levantaba temprano a entonar y afinar, a hacer el té y a preparar su concierto, siempre con su batuta en la mano. Uri se levantaba temprano a alistar las loncheras, a correr, a preparar el siguiente papel, siempre con un esfero verde y su cigarrillo en la mano. Dionisio, mezclado entre la gente, halla un goce secreto en esta unión. Él, dios del éxtasis y de lo irreverente, reconoce en Orfea y Uri una armonía que llena los huecos de sus días en los que no todo es locura.

Una tarde, Uri tose. Una tos seca, un poco rota, constante. Rápidamente, el hogar se llena de ese ruido, pero la terquedad humana no entiende de ayudas. Una noche, Uri no puede respirar, su feliz corazón simplemente no responde más. Orfea solo escucha cómo el silencio toma forma a su alrededor: llena su mente, su alma, su casa, suple el espacio de Uri. Su mundo se vuelve una película lenta, donde las personas vienen y van, la miran, se llevan el cuerpo de Uri, ordenan su casa, intentan alimentarla, le leen, la acompañan, la dejan sola. No hay banda sonora. Solo vacío. Durante varios días permaneció sentada en su sofá frente a la ventana, descuidada y sucia. Dionisio los quiere juntos, pero no puede interceder. Entonces, en los sueños de Orfea le da una idea.

Esa mañana, Orfea se levanta temprano, hace su té, se baña en las aguas frías que bajan de la montaña. Disfruta del fresco del agua, de la niebla de la mañana. Se viste, toma su guitarra y camina hacia el cementerio. Va a buscar a Hades y a Perséfone. “Si no pueden devolverme a Uri —les dice— llévenme con él. Todo en la vida es préstamo suyo, y más tarde o más temprano, todos llegamos aquí. Uri llegó por derecho propio; solo pido, como regalo, su usufructo. Y si no me lo conceden, que se regocije el Hades con la muerte de los dos.” Los dioses se ríen. Son pícaros, como siempre. Les gusta jugar con los humanos. La ignoran, la dejan esperando. Orfea se cansa, se sienta, saca su guitarra y empieza a cantar. Pasan lunas y soles, y sus sonidos no cesan. Su belleza enternece a Hades. Su talento conmueve a Perséfone. Así que le devuelven a Uri, pero imponen condiciones: Orfea no puede voltear a mirarlo en el regreso. Uri no puede volver a llamar a la muerte: no puede fumar.

Aceptan. Caminan en un trayecto largo, que pareciera no tener ni principio ni fin. Orfea canta para suavizar el camino y para que Uri no se pierda en el trayecto. Sus canciones hacen eco en los pasillos del más allá. Hades no soporta su belleza. Perséfone no soporta tanto amor que no es el suyo propio o hacia ella. Hades prende un cigarro. Perséfone lo fuma. Orfea lo huele y, a modo de reflejo, se gira. Uri le sonríe. “Había música antes que yo, y habrá después. Te espero en el Olimpo.” No recrimina. Y dice: "¿De qué me iba a quejar, de haber sido amado?"

Orfea pierde. Otra vez. Pero, esta vez, no hay silencio. Lo que hay es un hueco tenso, frío, que aprieta el pecho pero no lo deja gritar. Salen de su boca palabras de dolor, de denuncia a la burla, al engaño, al truco, al humo que se llevó su amor. Esos versos van acompañados de la armonía de su guitarra, y la compañía de la gente que la escucha, y se apiada de ella. Le canta al mundo lo que le hicieron Hades y Perséfone. Sus letras llegan a ellos y, como castigo, se quedan impregnadas en sus oídos, como una molestia, como algo que no conocían hasta ahora: la vergüenza. El arte de Orfea es ahora su venganza. Toca y canta en parques, esquinas, estaciones, siempre en la calle, caminando. Su guitarra es otra, es más fuerte que nunca. Perséfone y Hades escuchan sin querer, incapaces de dejar de odiarla ni de dejar de cantar sus canciones. Y no son los únicos en esa situación. Las Ménades, aquellas seguidoras de Dionisio, se obsesionan con Orfea: con su historia, con su belleza, con su voz, con su amor, con su pérdida, con sus tonadas. Dionisio les advierte que no caigan en las trampas del ego que solo destruye, como les pasa a los demás dioses. Pero ellas no escuchan. No pueden, en sus oídos solo se enredan los sonidos producidos por Orfea. Quieren a Orfea. Adoran su voz, su mirada, su amor. Quieren ser su inspiración, ser sus musas, su adoración, sus pálpitos, la razón de su respiración.

Para acercarse más a ella y poseerla, movieron los corazones de aquellas personas acostumbradas a dictar lo que es bello y lo que debe ser oído; ellas no danzan con ramas ni visten pieles, pero se mueven al ritmo de un frenesí ritual disfrazado de autoridad. Tienen poder sobre otros, manipulan aplausos, imponen modas, compran morales, silencian a quien no se rinde a sus ritos. Se obsesionan con quienes no se doblegan y reclaman el talento como propio. Y cuando no pueden, desatan su furia, como si Dionisio les hablara al oído sin el arte, solo con el ruido. Por medio de esos poderosos, las Ménades intentan conquistar a Orfea. Pero Orfea no ama a nadie más. No quiere. No puede. El amor es Uri. No se rinde a las ofertas ni los regalos de las Ménades ni de aquellos poderosos: no acepta fama, placer, dinero, poder. No se vende. No le interesa. No se quiebra.

Las Ménades no soportan otro rechazo. Entonces la ridiculizan. Por medio de los poderosos le hacen mala propaganda. Dicen que alguien que ya no puede amar no puede crear belleza, que cantar contra los dioses y contra el amor es traicionar la inspiración. Sin embargo, tanto ruido es contraproducente: el eco de Orfea crece, gana adeptos, la escuchan y siguen todos aquellos que no aceptan más el discurso del engaño, de ningún tipo. Orfea se vuelve la banda sonora de una revolución melodiosa. Las Ménades y los poderosos encuentran también aliados, entre todos aquellos que viven del resentimiento, que alguna vez amaron sin ser correspondidos, que alguna vez fueron dejados atrás, aquellos a quienes nadie nombra, a quienes nadie les canta, quienes no piensan y odian porque sí. Y que, aun así, tararean en voz baja con nostalgia las canciones de Orfea. Las Ménades no son pasivas. No soportan el eco de Orfea por todas partes: en los buses, en la ducha, en las noches de insomnio. La ven, la oyen por todos lados. La aman y la odian. Odian que la aman. Y odian, sobre todo, que a Orfea no le importe. Entonces, en un atardecer de aquellos donde el sol parece que llenara el cielo de sangre, el frenesí explotó.

Los poderosos contemplan a Orfea desde lo alto de una loma. Sus aliados la observan desde lo bajo de la loma, cerca. No soportan cómo Orfea armoniza su canto con el aire de la montaña y las cuerdas de su guitarra. Las Ménades se mezclan entre ellos, y susurran resentimiento en sus oídos. Esos susurros van de arriba de la loma hasta abajo, y regresan en un eco doble, desesperando a unos y a otros. Hasta que uno de los poderosos grita: «¡Ahí la tienen, ahí la tienen, esta es la que nos desprecia!». La algarabía se transforma en un trance salvaje. Los cuerpos en la multitud se agitan como hojas bajo un viento envenenado. Las Ménades, ocultas entre las filas de poderosos y seguidores entregados, encienden la chispa del delirio. Uno arranca la guitarra de Orfea y la estrella contra el suelo, no por rabia, sino por miedo a lo que no puede controlar. El sonido de la madera quebrándose da inicio al ritual.

Las Ménades aúllan. En sus ojos brilla la nada. La masa se abalanza no sobre una mujer, sino sobre todo lo que no pudieron poseer. La tocan, la empujan, la golpean, cada vez más personas llegan, la patean cada vez más fuerte, siguiendo los gritos de los poderosos, quienes dictan instrucciones de destrucción que las Ménades les susurran. Todos quieren algo de Orfea y entre todos rompen a Orfea, destruyen su ropa, su piel, su pelo, sus órganos. Intentan arrancar la voz, como si pudieran tomar así la raíz del mundo, la belleza que no pudieron imitar, el amor que no pudieron atraer, la creación que no pudieron ofrecer.

Queman los restos, queriendo borrar su existencia, su símbolo: el canto libre. El amor fiel. El arte sin dueño. El fuego sube como un grito ancestral que no busca justicia, sino silencio. Silencio para siempre. Ese pedazo de la montaña, donde Orfea estaba hace unos minutos, queda un hueco gris, vacío y triste. El mundo, temeroso, calla. El viento no sopla. Los pájaros no cantan. Los perros no ladran.

El silencio se rompe horas después, cuando el cielo llora este desastre. La caída de las gotas suena como cuerdas. Los seguidores de Orfea, aturdidos por la pena, sin entender del todo qué pasó, salen a refrescarse con las canciones y se despiden con cariño de Orfea. Se asoman a ese pedazo de la montaña, donde todo ardió. Sienten nostalgia, se sienten vulnerables. Recogen los despojos, y empieza otro ritual, uno donde cada uno deja algo propio alrededor del hueco con amor y respeto: un poema, una palabra, un libro, un arete, un brazalete, una flor, la promesa de recuperar la belleza, de cantar sus canciones, de crear nuevas en honor a Uri, a la Orfea misma, al amor. Y dejan el hueco, que va a jugar el rol de memoria. Ahí mismo, las Ménades no celebran sus acciones, no descansan con la ausencia de Orfea. Los poderosos celebran de manera mecánica, vacía, un eco de poder sin sentido, como siempre, pero no hay en sus gestos alegría ni victoria. No les queda corazón ni espíritu, menos ahora que las Ménades los han dejado. No asumen responsabilidad, culpan al pueblo de haber atacado y a Orfea por provocarlos, los señalan, los ven con desdén. Hades fuma con la mirada perdida. Perséfone no sonríe. Saben que el mundo no va a olvidar lo sucedido, y cantarán los versos de Orfea en cada esquina de la ciudad, y que su imagen y sus letras quedarán impresas en las paredes de las calles. Los destructores de Orfea solo saben llorar, sin aún entender lo que han hecho, acompañados por las Ménades.

Hades observa cómo la sombra de Orfea desciende. Si pudiera expresar su orgullo, le daría la bienvenida, pero los humanos no le valen tanto; aun así, algo en él se aquieta, sabe que ahora va a haber paz.

En su mente, Orfea reconoce los lugares que ha amado, donde alguna vez tocó y soñó. Su mundo se llena de música, de sonidos, de acordes, de melodías. Se encuentra a sí misma. Le falta su armonía, entonces busca a Uri por los campos de los bienaventurados. Lo encuentra y lo rodea con sus brazos llenos de emoción. Él responde el abrazo, tan solo la estaba esperando.

En el Olimpo se les ve pasear a veces, siempre juntos, acompasado el andar; en otras ocasiones, Orfea marcha detrás, a veces se adelanta, y cuando vuelve atrás la mirada, contempla a Uri sin temor a perderlo. Orfea no recrimina ya nada de lo sucedido. Y dice: “¿De qué me iba a quejar, de haber sido amada?”