Zumbando en la travesía tediosa del idioma
Created: | Updated:Las Ximenas y la escritura
Yo adoraba Bogotá, la Bogotá de Mockus. Era un gusto dormir en los buses abrazada a la maleta y caminarla. Pasar por la carrera Séptima, toda ella, y leer los mapas en el piso del parque Nacional, repasando los departamentos y sus capitales, era una distracción que me permitía ignorar el esmog y el ruido de la calle. No tenía planes, todo lo dejaba fluir, porque confiaba en el sistema general en el que vivía, uno en el cual entendía los códigos.
Pero la curiosidad me hizo cambiar el clima templado por las estaciones y, cuando menos lo pensé, lo que era un paseíto laboral para conocer el viejo continente se convirtió en el camino a seguir de manera permanente. No tenía planes porque estaba perdida en un código desconocido en el cual no sabía cómo moverme ni cómo comunicarme, entonces decidí dejar que todo fluyera, como era usual en mí.
El destino fue Alemania. Un país que brilla por otro tipo de riquezas a las de Colombia. Allí podría cumplir un sueño: seguir estudiando sin endeudarme. Y mi premio fue conocer a mi pareja. Tampoco hubo plan ahí, todavía lo dejamos fluir.
No me puedo quejar, pero dentro de todos mis privilegios, el de vivir sin problemas sin entender códigos es uno que vale la pena resaltar. No es solo la dificultad del idioma, son los códigos de conducta, no entender los entrelineados del lenguaje. La barrera lingüística es una eterna pasividad en la rutina, es convivir superficialmente en la sociedad, es entender todo a medias, y sentir tedio constantemente, enfrentar frustraciones a diario, sobre todo cuando se cree que se entiende y no es así; para mí lo peor es confrontar y no tener la maravillosa herramienta de la palabra para ello. Uno se queda con una constante sensación de vulnerabilidad que dificulta la integración. La frustración, después de 10 años, se volvió pan de cada día. Se tolera más, pero no deja de acompañar.
En el trabajo, las tareas eran en inglés y, con suerte, en español. Pero el idioma laboral era alemán. En el sur hay un dialecto, y poco a poco lo fui aprendiendo. Tuve colegas muy divertidas y pacientes que me confirmaron que el alemán siente aprecio por quienes se esfuerzan en integrarse. Sin embargo, las relaciones nunca pasaron de un buen compañerismo, de tal forma que nunca me sentí totalmente aceptada; a ellos no les interesa integrarse, creen que es un proceso unilateral. Entendí que en cuanto a la forma de relacionarnos y acercarnos, tenemos también otro lenguaje. Mi pareja siempre me ayudó con la soltura del idioma y a entender a la gente. Sin embargo, no solía corregirme, y mi pronunciación es un desafío constante. Yo seguí visitando clases de alemán, lo que me ayudó a entender más, pero no a hablar mejor. La mejor opción era la más costosa, la cual no asumí: tener un profesor personalizado especializado en pronunciación. Pensé que poco a poco mejoraría, pero no fue así. De alguna forma quedé estancada en un nivel tanto inter lingüístico como intercultural, que me permitía convivir pero no integrarme con los nativos. Al final busca uno lo suyo, para sentir el afecto y la sintonía con la cultura propia, con los otros migrantes latinos y colombianos.
Después de 10 años, por los azares de vida, terminamos mudándonos a Austria. Era claro que ya tenía la ventaja del idioma, pero no del dialecto. En esta nueva región era más marcado, más rápido, con más palabras desconocidas y la cultura era diferente. Pocas personas hablan inglés y aún menos español. Pero el campo es lindo y tranquilo, lo que balanceó los pros y los contras. Sabía que la barrera del idioma es inquebrantable, pero confiaba en que de alguna forma todo fluiría, pero no de forma independiente, sino siempre con ayuda de otros. Y ahí había otro gran temor, porque en un continente cada vez más cerrado con los inmigrantes, la voluntad de integrar de los nativos era casi nula. De esta forma, la idea de vivir en una burbuja lejos de todos era la opción más factible.
Fue difícil volver a no entender. No comprender a los vecinos, a la gente en la calle, en las conversaciones familiares. Pero ya tenía unas bases culturales, sociales e idiomáticas. Y de pronto se presentó una oportunidad. Mi pareja siempre me decía que tenía que ser auténtica y sacar esa colombianidad, no por orgullo, sino por estrategia, por ventaja competitiva. Alrededor siempre hubo ideas, de empresas, de ventas, para enfrentar conflictos, pero yo siempre di un paso atrás. Esta vez el tema fue sencillo, y era algo que podría hacer. Al principio le vi un grado de dificultad y di un paso atrás. Sin embargo, me lancé, porque no había riesgos.
Se trataba de la Zumba. Nunca fui una gran bailarina, pero sí una gran parrandera. Nunca sobresalí por mis movimientos, pero podía bailar hasta el amanecer sin vacilar. Y siempre disfruté de la variación, de todo tipo de música un poco. Por eso la Zumba era algo muy alejado. En Alemania asistí a clases, porque extrañaba mucho parrandear, y me gustó, pero no fue mi actividad favorita. Antes de mudarme sí pensaba en asistir a clases con una amiga, de dance hall, u otros como hip hop y salsa, pero llegó la pandemia y todo quedó ahí.
Y ahora, en los campos alpinos, no había ni un bar cerca. Busqué clases de Zumba y no encontré. Entonces mi pareja insistió con la cuestión de que por qué tomaba clases de algo que podía enseñar yo. Vi unos videos y pensé que no podría enseñarlo, porque no bailo bien. Pero otro punto a favor de la Zumba fue entrenar algo que se pagara solo. Así que acudí a una conocida, una colombiana que es instructora de Zumba en Berlín, y que desde ahí se volvió un apoyo maravilloso. Me dijo que tenía que hacerlo, me motivó mucho. Yo hace años la venía siguiendo y le dije que yo conocía su trabajo y que ella tenía un talento que yo no. Y ella me dijo que yo tenía unas costumbres musicales que mis futuras alumnas no tienen. Después de asesorarme hice el curso y me inscribí. Practiqué varios meses y di clases a mis amigas y a mi mayor aliada, una de mis hermanas. No fue fácil, no sabía lo que me esperaba, nunca había hecho nada parecido. Moverme bien, bailar bien, sí me costaba trabajo y prepararme para enseñar y aprender las coreografías aún más. Pero pasaron los meses y la inversión tenía que recuperarse.
Antes de dar la cara e ir a preguntar personalmente, como es la forma de comunicación aquí, preferí hacerlo a mi manera: por correo electrónico. Así me ahorraba malos entendidos. Y tampoco quería que fuera muy cerca, para no enfrentarme a mi comunidad, más aún si algo salía mal. En un par de lugares me dijeron que no había horas libres. Y precisamente en donde vivo fue donde me dieron una respuesta positiva y me invitaron a ver las posibilidades. Este tipo de situaciones después de tanto tiempo me generaban mucho estrés. La imagen de no saber expresarme, que no me entendieran, que me hicieran mala cara, de hacer algo no acorde, de dañar la oportunidad, me llenaban no de angustia, sino de pereza. Pero, como dicen las mamás, no hay peor diligencia que la que no se hace. Así que fui a la alcaldía.
La primera sorpresa fue que le entendí todo a la señora que me atendió, y la segunda fue su disponibilidad de ayuda, su carácter servicial y su competitividad. Prácticamente, no tuve que hacer mucho, sino poner fecha, hacer mis afiches, pactar un sitio entre varias posibilidades y prepararme para hacer unas horas de prueba, para saber si tendría quórum. A partir de eso, podría escoger el sitio más adecuado y asumir precios y costos. Toda la difusión la hizo ella, con la alcaldía, y lo divulgaron por la zona. Yo pegué afiches en los supermercados. Comencé a tener muchas preguntas, que ella me fue resolviendo, muchas de ellas de índole cultural, de cómo comportarme, qué tanto acercarme o distanciarme, qué música viene mejor.
La primera hora de prueba fue un éxito. Llegaron muchas personas. Con suerte, para ese día tenía visita, y ellos participaron y me animaron. Para mí fue una experiencia rara. Los errores que cometí no importaron. Se me enredó la lengua, pero por medio de señas pude mostrar cuál era el cometido (esa es la ventaja de la Zumba). Después de esa invitación general, de ese evento, ya pacté el sitio. Faltaba el día. Para ello, ofrecí dos clases más de prueba, para ver quién llegaba. En ese proceso me enteré de que en el pueblo hacía unos años un grupo de zumba sólido. Pero la instructora se lesionó y no encontraron un reemplazo. Luego llegó la pandemia. El grupo en WhatsApp seguía existiendo, con la ilusión de que llegara alguien. Y llegué yo.
¿Yo? ¿Adecuada? No lo imaginé. Pero ya tenía las citas para las siguientes dos pruebas. La primera clase se llenó, fue increíble. Se me seguía enredando la lengua, pero pude sacarlo todo en orden, hacer bromas, explicar. Y lo disfruté muchísimo. Mientras bailaba pensaba: "No puede ser que esta persona que está ofreciendo un curso, de baile, en otro idioma, con este entusiasmo, sea yo". Todavía lo pienso. También pensaba: "Van a pensar que tengo un espasmo facial con tanta sonrisita", pero es inconsciente, el goce era insólito, incluso bailando ritmos muy alejados de mí. Todavía lo pienso.
Para la segunda prueba había muy pocas personas inscritas. Al final de la primera prueba me preguntaron si cancelaría. Dado que a las citas anteriores llegaron personas sin inscripción, dije que así fuera una sola persona daría la clase. Y varias asistentes me preguntaron si podría repetir. Pues claro, eso me daría apoyo. Y así fue, llegaron varias y el grupo de apoyo. Había quórum, entonces se abrirían las inscripciones. El recibimiento ha sido increíble. Si bien a veces no me entienden, siempre alguien me ayuda a aclarar. Cuando hablan entre ellas, no entiendo. Pero una vez me acerco y pregunto, se toman el trabajo de explicarme, así sea un chisme. Me corrigen. Me piden canciones y trato de darles gusto. Al final de las clases se acercan, hablamos, me motivan muchísimo. Muchas veces llegan cansadas, tristes, estresadas, y yo les recuerdo que esta es una hora para ellas. No tienen que hacer la coreografía bien, tienen que seguirme y no pensar. Tienen que moverse y no pensar. Ellas no vienen a hacerlo bien, vienen a conectarse con su cuerpo y a disfrutar de la música. Es una pequeña fiesta. Les cuento qué dicen las canciones, cuáles son los ritmos. Ellas no me tienen que decir si vienen felices o tristes, yo lo veo y me enfoco en distraerlas. Yo voy muy motivada y trato de que esa alegría de ese momento les llegue, que imiten mi rostro, mi sonrisa, más allá de su timidez, de que yo sea timorata. Por una hora nos conectamos en un idioma muy femenino, tierno, respetuoso y confiable.
Poco a poco rompemos el hielo, y ellas me van contando de sus vidas. Algunas me han contactado fuera de clase y hemos salido a caminar, por un café, a compartir. Cuando hay eventos en el pueblo, gracias a ellas, me entero, y voy, y miro si está alguna de ellas, y sé que puedo sentarme en sus mesas. Siento que más allá de las diferencias, de no conocernos a fondo, hay sororidad. El baile imperfecto se convirtió en una forma de conexión que rompe con algunos límites comunicativos. La perseverancia y la apertura me abrieron una linda puerta. Dejé de temer tanto y me concentré en ser quien acepte, en ser empática, en seguir la integración, y en seguir buscando entender al otro. Suelo recordarme que, aunque el tedio del idioma extranjero y la sensación de no encajar siempre estarán presentes, hay otras formas de encontrar pertenencia y alegría. Así que sí, el idioma puede seguir siendo un tedio, una barrera constante. Pero he aprendido a bailar a su ritmo, a encontrar alegría en cada paso, y a apreciar la belleza de esta travesía interminable. Porque al final del día, no se trata solo de entender todas las palabras, sino de comprender cada conexión, y seguir adelante con una sonrisa, sabiendo que siempre hay algo nuevo que descubrir.
Ellas me dicen que están contentas con mi trabajo. Yo me siento agradecida por mi ventaja competitiva y al fin siento que puedo pertenecer a una parte de esta comunidad.